Los estados de ánimo se transmiten cuando las personas comparten espacio y experiencias durante mucho tiempo.
Dice el refrán que una manzana podrida puede arruinar un cesto. Lo mismo pasa cuando las personas interactuamos dentro del mismo grupo: los estados de ánimo se contagian cuando compartimos espacio y experiencias durante mucho tiempo. Si tus compañeros de trabajo viven estresados, aumentan tus probabilidades de sufrir la misma suerte. Esto sucede entre iguales, pero también en la relación jefe-empleado: el estado de ánimo de quien manda condiciona el desempeño de los trabajadores y afecta a la productividad de la empresa.
El estrés, como un virus
Diversos estudios confirman, según el Colegio Oficial de Psicólogos, que el estrés se contagia: las personas que trabajan atadas a esta dolencia no se distribuyen aleatoriamente en diferentes departamentos. Tienden a localizarse dentro de los mismos grupos, lo que hace suponer que el estrés es un componente del ambiente social y que existen “unidades de trabajo tóxicas”, según explica José María Peiró, catedrático de Psicología del Trabajo y recursos humanos. “De hecho, el primer motivo para dejar un trabajo son las malas relaciones interpersonales, por encima del salario”, asegura.
Procesos como la imitación y el contagio, el estilo de liderazgo y las relaciones con los compañeros contribuyen a entender por qué hay organizaciones o departamentos tóxicos. Observar a alguien que está estresado tiene un efecto inmediato en nuestro sistema nervioso. Una investigación llevada a cabo en colaboración por varias universidades alemanas descubrió que el 26% de las personas muestran niveles altos de cortisol con solo observar a alguien tenso. De hecho, el estrés puede olerse. Quienes lo sufren sudan hormonas características que son captadas por los demás, según un estudio del Monell Chemical Senses Center de Filadelfia. La negatividad y el estrés pueden, literalmente, flotar en el aire.
De jefe a empleado
Daniel Goleman, psicólogo, antropólogo, periodista y una eminencia de la inteligencia emocional, disecciona cómo este contagio sucede entre altos mandos y sus empleados y cómo puede condicionar el desempeño de la empresa. Durante su última investigación, Goleman encontró que, de todos los elementos que afectan el rendimiento final, la importancia del estado de ánimo del líder y sus comportamientos son muy influyentes: se transmite a través de una organización como la electricidad a través de los cables.
El responsable de esta relación entre la emoción de los líderes y el comportamiento de sus empleados es el sistema límbico: una estructura cerebral considerada el centro de gestión emocional de los humanos. Se trata de un circuito abierto que depende de fuentes externas para administrarse. Es decir, lo que pasa en el mundo que nos rodea condiciona la actividad de nuestro sistema límbico: dependemos de las conexiones con otras personas para determinar nuestro estado de ánimo. La investigación en neurobiología afirma que una persona transmite señales que pueden alterar los niveles hormonales, las funciones cardiovasculares, los ritmos de sueño e incluso las funciones inmunes del cuerpo de otra persona. Así, en todos los aspectos de la vida social, nuestras fisiologías se entremezclan.
También las acciones
Por si el contagio emocional no fuera suficiente amenaza para el ambiente laboral, también es necesario tener en cuenta la influencia de los malos hábitos. Un empleado llega a su nuevo puesto y se adapta a la forma de trabajar de sus compañeros. Pero, cuando duda, en lugar de cuestionarse la situación desde un punto de vista independiente al grupo, actúa por inercia y soluciona el problema de la misma forma que sus colegas. Ya se sabe: donde fueres haz lo que vieres.
Lo habitual es que quien llega tienda a actuar como los demás, lo que perpetúa los malos hábitos que ha podido adquirir el grupo. Cuestionar el statu quo y atreverse a cambiar la forma en que siempre se han hecho las cosas sigue siendo una tarea de titanes para muchos, a pesar de que varias investigaciones han demostrado que la diversidad cognitiva es clave para resolver los problemas más rápido.
Entonces, ¿qué es lo que mantiene con el freno echado al individuo que tiene una idea brillante frente a un grupo? La explicación la tiene la psicología social, que se encarga de investigar cómo y por qué cambia el comportamiento de una persona cuando se relaciona con los demás. En este caso, los responsables de que se imite el comportamiento del resto y se repita sin cuestionarlo son los sesgos cognitivos. Es decir, las interpretaciones erróneas e inconscientes que nuestro cerebro hace de la realidad.
Uno de los implicados en este asunto es el efecto de arrastre: la tendencia a pensar que, si todos lo hacen, tendrán un buen motivo. En esos casos, solemos pensar que nos falta información y confiamos en que la mayoría no puede estar equivocada. Y tiene una explicación evolutiva. Nuestro cerebro ha aprendido que suele ser más seguro actuar como lo hace la gente que nos rodea. Si alguien grita “¡Fuego!” en mitad del cine, ¿saldrías corriendo? Solo si todos los demás lo hicieran. La mayoría está de acuerdo, pero eso no implica que tenga razón.
El hecho de que nadie se levante de la sala no significa que el edificio no esté en llamas. Aquí reside el peligro de este sesgo. Cuando el trabajador se deja llevar por el efecto de arrastre, puede estar perpetuando prácticas que su grupo desempeña pero que no están contribuyendo al beneficio de la empresa. ■
M. Victoria S. Nadal
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