Eben Harrell en la edición de mayo – junio de Harvard Business Review comenta las investigaciones que realiza Basima A.Twefik sobre el síndrome del impostor. Éste es el sentimiento de ser un fraude o de inadecuación a pesar de tener una reputación de éxitos en el trabajo. En dos estudios de campo efectuados por Tewfik examinando profesionales que presentan dicho síndrome ha descubierto que dichas personas adoptaban una orientación más centrada en sus interacciones sociales, por lo cual se consideraban que eran más efectivas interpersonalmente, mostrando que el síndrome del impostor tiene también ventajas.
Las personas que están familiarizadas con el síndrome tienden a pensar que es dañino, ya que la creencia de que no eres tan competente como los demás piensan puede hacer que nos sintamos ansiosos y nuestra autoestima se vea afectada negativamente. La investigación de Tewfik muestra que al experimentar este fenómeno nos impulsa a que seamos más adeptos a las relaciones lo que es un ingrediente clave para el éxito profesional. Por ejemplo, en un estudio médicos residentes que tenían más pensamientos sobre el síndrome eran mejores a la hora de manejar interacciones sensibles con sus pacientes lo que llevaba a que éstos les concediesen mejores valoraciones por sus habilidades interpersonales.
En otro estudio los candidatos a un trabajo preocupados por su posible “impostura” hacían más preguntas durante las charlas informales previas a las entrevistas por lo que eran vistos por los responsables de la selección como poseedores de mejores competencias relacionadas con las personas. En esencia el síndrome del impostor nos hace estar más centrados en las percepciones y sentimientos de los demás, lo que hace que seamos más atractivos. Por otro lado los sentimientos de impostura no parece que dañen el desempeño, ya que puede ser que tener este tipo de pensamientos puede proporcionar la motivación suficiente para que procuremos ofrecer nuestro mejor trabajo.
Para determinar si alguien presenta el síndrome del impostor y en qué grado hay que medirlo de forma que capte su característica más definitoria: la creencia de que los demás sobreestiman nuestra competencia. Tewfik ha desarrollado y validado una encuesta en la que específicamente pregunta a las personas con cuanta frecuencia tienen pensamientos del tipo: “las personas cercanas a mí piensan que soy más competente de lo que yo pienso que soy” o “otros piensan que tengo más conocimientos de los que pienso que tengo en el trabajo”.
La investigadora piensa quede los resultados de sus estudios se puede concluir que no debemos inducir intencionalmente pensamientos sobre nuestra posible impostura para conseguir relaciones profesionales más potentes, sino que cuando nos encontremos manteniendo este tipo de pensamientos, como nos puede pasar de cuando en cuando, no debemos incrementar el estrés que les acompaña pensando, además, que necesariamente vamos a realizar un trabajo pobre.
Una estadística frecuentemente citada sugiere que casi un 70% de la población ha experimentado este tipo de pensamientos al menos en algún momento de su carrera profesional. Suelen aparecer con mayor intensidad cuando nos enfrentamos a nuevos retos, comenzamos un nuevo trabajo o nos encontramos con nuevas tareas tras una promoción.
Cuando las personas manifiestan que este fenómeno está más representado en algún grupo minoritario, en realidad se están refiriendo a algo más insidioso: la falta de pertenencia. Un verdadero pensamiento del impostor es: “Mis compañeros piensan que soy más inteligente de lo que soy” y no “Creo que otras personas se cuestionan si pertenezco aquí o no soy lo suficientemente inteligente”.
Por tanto, si un directivo escucha a un profesional de un grupo minoritario expresar pensamientos que suenan a los manifestados por los que presentan el síndrome del impostor, se debe plantear si existe en realidad un problema de inclusión. Tal vez el profesional está trabajando en un entorno laboral hostil y con prejuicios.
Isabel Carrasco
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